jueves, 2 de abril de 2009

TÚNEL

La isla de San Martín es una más en el modesto archipiélago frente a las Costas Bajas. No está lejos de tierra firme y es fácil identificarla: el alto muro de piedra de la cárcel es inevitable mojón de referencia para los escasos pescadores de la región. El exiguo litoral de la isla fue vigilado perpetuamente durante siglos. Los guardias celosos de la prisión se apresuraban a balear cualquier objeto flotante. Peces voladores, ballenatos, náufragos, han sido a través de los años víctimas del plomo de los carceleros. Una vez por mes, un barquito del gobierno atracaba en el viejo muelle. Llevaba provisiones baratas, algún empleado, algún preso. Siendo legendaria la seguridad del penal, las autoridades enviaban allí a los convictos más temibles, especialmente a los que habían intentado fugarse de otras cárceles. Nadie escapó jamás de San Martín. Es verdad que un buen nadador podría alcanzar la costa vecina sin demasiado esfuerzo. Lo difícil era arrojarse al agua. Los muros eran impenetrables. No había ventanas ni respiraderos. Los presos de la isla nunca veían el mar. La administración central casi no se ocupaba de esta cárcel. Los directores no eran removidos casi nunca, salvo por muerte o jubilación. Un cierto descuido burocrático provocaba dificultades en el abastecimiento y en algunas oficinas de la capital ni siquiera sabían si la prisión seguía funcionando. Se dice que el régimen interno era severísimo. Todos hemos oído alguna historia acerca del extravagante sadismo de los carceleros de San Martín. Se trataba de personas solitarias que carecían de cualquier solaz. Durante un tiempo, el barquito arrimó algunas prostitutas para el recreo de la guarnición. Pero con los años vino a observarse un creciente desinterés de los hombres. Al parecer, mejor los complacía la crueldad que la lujuria. La isla estaba completamente ocupada por la cárcel. Fuera de ella no había nada. Apenas unos metros de arena entre las paredes y el mar. A pesar de no medir más de un kilómetro en su punto más ancho, los intrincados pasillos y las tortuosas galerías de los absurdos edificios producían en sus habitantes una penosa sensación de infinitud. Los sectores al aire libre eran también deprimentes: una laguna pantanosa donde los penados pescaban renacuajos, una loma pelada que ocupaba el centro de la isla, un patio empedrado. Los pocos árboles que existían ocupaban el distrito a las autoridades. No se sabe cuándo, alguien pensó en hacer un túnel. Un túnel bajo los muros y bajo el mar, que condujera directamente a tierra firme. Describiré la magnitud de los trabajos necesarios. La distancia entre la isla san martín y la costa es de unos 6500 metros. La profundidad del mar es escasa: unos 30 pies como máximo. Los sedimentos cuya acumulación ha dado origen a las islas son relativamente fáciles de remover. Ingenieros comedidos han calculado que una cuadrilla de convictos trabajando con herramientas elementales, en horarios reducidos por la prudencia y mermado su rendimiento por el sigilo, podrían avanzar un metro cada tres días en un corredor de un metro de diámetro. Los mismo ingenieros, o quizá otros, podrían continuar el cálculo: diez metros en un mes. Poco más de una cuadra en un año. 1200 metros en una década. Y el recorrido completo en unos 65 años. Tal vez ignorando estas cifras incorruptibles, cautivos ingenuos empezaron el túnel. Los datos que siguen son inevitablemente dudosos. Esta clase de obras progresa en la clandestinidad. hemos consultado a funcionarios policiales, antiguos presos, pobladores de la zona y proveedores de la prisión y las noticias resultantes están desfiguradas por el olvido, el temor, la suspicacia o el mero desconocimiento. Algunos dicen que el túnel tenía tres bocas. Dos de ellas eran falsas y se procuraba que las autoridades descubrieran los fingidos trabajos que allí se realizaban. La verdadera entrada pudo haber estado en la quinta letrina del más antiguo de los baños. El célebre delincuente Tony Musante estuvo recluido cinco años en San Martín. Allí escribió unos textos bajo la forma de memorias, cuyo propósito se vinculaba menos con el ejercicio de la literatura que con el de la venganza. En esas páginas se menciona el túnel varias veces. "La Hermandad del Túnel me pidió ayuda en la excavación. Les hice saber que no estaba dispuesto a ningún trabajo manual. Los mensajeros prometieron que jamás habían pensado en ello. Más bien me necesitaban para amenazar a los renuentes y, llegado el caso, para eliminar a los traidores. Quise saber quiénes eran los jefes de la Hermandad, pero los mensajeros no lo sabían. Al parecer, el túnel mide ya cerca de dos kilómetros. Me convidaron a recorrerlo. No acepté. Según pude saber, se trata de un agujero muy estrecho por el que se circula en cuatro patas. Cada cien metros hay tramos más anchos y más altos para el descanso y para que puedan cruzarse personas que marchan en dirección opuesta." Musante escribía esto en 1930. Todo hace suponer que jamás vio el túnel. Tampoco llegó a saber quiénes dirigían la Hermandad. Es casi seguro que no prestó su servicio. En 1934 lo trasladaron a otra cárcel menos rigurosa, en atención a su buena conducta. Sin duda el testimonio escrito de mayor importancia fue el que surgió de la confesión del arquitecto Bompiani.
Marcos Bompiani fue un asesino serial, que acostumbraba a emparedar a sus víctimas en los muros de los edificios que construía su empresa. Condenado a prisión perpetua, estuvo en San Martín más de diez años. Allí también cometió algunos crímenes. Obligado a confesarlos, admitió - de paso - haber dirigido personalmente las obras del túnel y haber sido jefe de la Hermandad. Sin embargo, Bompiani jamás reveló la ubicación de los accesos verdaderos. El arquitecto señaló unos gravísimos problemas. El desconocimiento de la profundidad exacta del mar obligaba a excavar muy profundo, por precaución. El aire era escaso y era imposible construir respiraderos. Además, cuanto más progresaba el emprendimiento, más se tardaba en llegar gateando hasta el punto de excavación. Bompiani estimó que el tiempo empleado en el trayecto (unos 3000 metros en 1946) era de casi tres horas. Esto hacen seis horas entre la ida y la vuelta. Ante la dificultad de justificar las prolongadas ausencias de los presos, hubo que reducir al mínimo la duración de los turnos. Tal vez nadie cavara más de quince minutos por jornada. En los primeros años, el clásico problema de deshacerse de la tierra removida parecía más o menos resuelto. La loma pelada fue creciendo de a poco. Los presos llenaban sus bolsillos en el túnel y los vaciaban allí. Pero Bompiani comprendió que tarde o temprano las autoridades iban a extrañarse de aquel fenómeno. El arquitecto calculó que la obra completa implicaría el desalojo de siete mil toneladas de tierra, cuyo volumen sería aproximadamente el de un edificio de catorce pisos. Resolvió entonces designar a un grupo de especialistas para que procediera a capturar toda clase de pájaros, con preferencia de buen tamaño. Esta tarea se realizaba con el permiso y hasta con el beneplácito de las autoridades. A cada ave capturada se le ataba a la pata una pequeña bolsa de papel llena de tierra y agujereada. En esas condiciones los pájaros abandonaban la isla con vuelo esforzado, desparramando la tierra del túnel por todo el océano. Bompiani se extendía en explicaciones tediosas acerca de las dificultades para conseguir bolsas de papel o para evitar que los guardianes se dieran cuenta de estas maniobras. En medio de nuestro trabajo de investigación, encontramos numerosas menciones del túnel, en fechas remotísimas. La más antigua data del año 1790. ¿Cuándo comenzó realmente la excavación del túnel? ¿Hace doscientos años? ¿Hace trescientos? ¿Por qué nunca fue terminado? Puede conjeturarse que no estamos hablando de uno, sino de varios túneles, que fueron comenzados en distintas épocas. Es probable que los carceleros hayan descubierto y clausurado la mayoría de ellos. De hecho, todos los directores han conocido los rumores sobre un misterioso plan de fuga. Se sabe que la policía solía infiltrar a algunos de sus agentes entre los prisioneros. Eran maniobras muy discretas: ni siquiera los carceleros podían diferenciar a los falsos criminales de los verdaderos. Sin embargo las negligencias administrativas, que ya hemos señalado, generaban errores inconcebibles. Muchos policías han terminado su vida en la cárcel de San Martín, ante el olvido de sus superiores, gritando a los impasibles carceleros nombres, direcciones e inútiles referencias. En 1940, el periodista inglés Andrew Harrison obtuvo permiso del director de la cárcel para fingirse presidiario e investigar por su cuenta. Los resultados de más de una año de sacrificio fueron pobrísimos. Nadie sabía nada del túnel, ni de la Hermandad. A Bompiani, ni siquiera lo conoció. Muchas veces fue víctima de las bromas de los convictos, que se complacían en señalar supuestas entradas del túnel en los lugares más indignos. Años después, se reveló que todo el mundo sabía que Harrison era un periodista un encubierto y que se consideraba de buen tono el contarle mentiras para su posterior publicación. En 1942, apareció el libro Mejor que no hable, en el que se divulgaban las confidencias íntimas de los penados. Allí se sostuvo que el túnel no existía. Esta cómoda opinión fue ovacionada por los Refutadores de Leyendas de todo el mundo. Durante décadas el asunto fue olvidado. En 1974, la cárcel de San Martín fue clausurada y en 1977, se demolieron los siniestros edificios. Al parecer, no se hallaron rastros de túnel alguno. Pero en 1980, en su libro Túneles del mundo, el viajero francés Jean Luc Toinette razonó que los rastros de una obra tan elemental desaparecían fácilmente y que la ausencia de vestigios no garantizaba la inexistencia del famoso túnel. Dejo para el final el testimonio del último director de la prisión, el odontólogo Antón Garat: "El túnel existió y fue la obra más noble de la que yo haya tenido noticia. Los presos preparaban una vía de escape que ellos mismo no iban a ver terminada. Estaban trabajando para la fuga de hombres que ni siquiera habían cometido aún el delito que los iba a condenar. "El túnel era la esperanza. Era necesario para unos hombres embrutecidos por el sufrimiento. Por eso nunca me esforcé demasiado en encontrarlo. La excavación ocupaba sus energías y los mantenía alejados de motines y reclamos." Me atrevo a postular que la existencia real del túnel es asunto secundario. La ilusión de la fuga no fue jamás una promesa concreta. Las ilusiones grandes nunca lo son. Quizá la verdadera función de la Hermandad haya sido esa: mantener vivo un sueño imposible. Tal vez las autoridades no hayan estado lejos de la cofradía. El informe termina aquí, apresuradamente, cuando se oye el ya cercano trote de las alegorías.

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