miércoles, 25 de marzo de 2009

REFUTACION DE LOS VIAJES

Mentor de una próxima procesión hasta la localidad de Tancacha, el siguiente relato del negro Dolina nos vaticina las posibilidades de disfrutar las aventuras q se nos presentan en las pequeñas peregrinaciones q emprendemos cada dia.
Personalmente los viajes son mi mayor anhelo, pero no quita q me pierda del goce de ser copiloto de un amigazo en el traslado de ensaladas hasta la casa de "la abuela Tuca", montados en un vehículo de dudosas condiciones haciendo juego con las condiciones del chofer.
Ya mismo podría titular un relato para el diario de Mandeb: "Del bailongo a las casas de la mano de un gringon", que comienza con el rechazo de uno o dos regresos confortables y puerta a puerta para darnos oportunidad de un ratito mas de baile. Pero la aventura real comienza cuando la vuelta al hogar se llena de transbordos utilizando infinidad de medios de transporte, explotando al máximo los escasos recursos disponibles, donde el coctel de inexperiencia, desesperacion y alcohol es el elixir q nos hace olvidar las penurias y desata interminables carcajadas, donde la solidaridad pelea cuerpo a cuerpo con las ventajas personales, cuando mendigar pan o cigarrillos ya no es vergüenza y el q encuentra una canilla en las inmediaciones de la panadería merece todos los laureles.
Dicho esto les
propongo algunas ideas para el próximo viaje hasta la facultad, por ejemplo hacer un "relevamiento de horneros de semáforos", q muy lejos están de ser aves de ingeniería avanzada...

REFUTACION DE LOS VIAJES

Las consecuencias del progreso de los medios de locomoción tal vez van más allá de lo que uno se imagina. Es que la existencia de aparatos tan formidables como el aeroplano debe producir transformaciones, no sólo en los usos sociales y económicos, sino también en nuestras almas.
En la época de los grandes viajes, un hombre occidental que alcanzaba a llegar a Pekín se ganaba el asombro general. Ir hasta el Congo y regresar vivo era hazaña que alcanzaba a justificar la existencia toda.
No hace falta decir que, en nuestros días, cualquier imbécil puede llegar a Pekín, al Congo o a ambos lugares, en muy pocas horas, sin despeinarse y sin despertar el asombro de nadie.
Se comprende, entonces, que lo verdaderamente admirable de una excursión gloriosa no reside en situarse en un punto más o menos lejano, sino más bien en hacerse cargo de las penurias del trayecto. El siglo XX ha eliminado casi todos los riesgos propios de los caminos. Ya no hay bandoleros en las encrucijadas, ni ríos correntosos que vadear, ni alimañas ponzoñosas, ni fiebres tropicales. El avión vuela por sobre todas estas calamidades y resta a sus usuarios hasta la menor perspectiva de gloria.
Cuando se habla de viajes, los miembros de la Sociedad del Pensamiento Fácil sienten estallar en sus cerebros una batería de ocurrencias previsibles: las distancias se han acortado, las noticias se conocen con rapidez, las diferentes culturas se presionan mutuamente y otras módicas verdades de parecido efecto.
Pero hay más: la velocidad del traslado y la eliminación de peligros y sobresaltos ha generado en las muchedumbres una especie de santa impaciencia, conforme a la cual todo el mundo se cree con derecho a alcanzar las metas que se propone, de manera inmediata y con el menor esfuerzo.
Así, cuando un pelafustán declara que estamos en la era del jet, no se limita a indicar la posibilidad de viajar a Madrid en 11 horas, sino que trata de sugerir la conveniencia de hacer las cosas rápidamente y sin mancharse los pantalones.
Estos asuntos -que no parecen demasiado apasionante- fueron, sin embargo, el eje de una larga polémica. Ciertos espíritus obtusos de la calle Boyacá, alcanzaron a sentir -ya que no a razonar- que todo viaje es inútil, cuando no nefasto.Así nace la Cooperativa Enemigos de los Viajes, entidad sedentaria y conservadora que postulaba la conveniencia de no moverse. El testimonio que queda de sus desvelos es relativamente escaso. Cabe suponer que se trataba de gente perezosa. Igualmente, fueron capaces de preparar un interesante proyecto sobre prohibición de mudanzas.
Allí se sostiene que toda mudanza es triste e indeseable y que causa dos daños al mismo tiempo: uno en el antiguo barrio, donde se padecerán los dolores de la ausencia; otro, en el barrio nuevo, donde se soportarán las violencias de recibir extraños. Este trabajo no fue presentado a las autoridades, tal vez por no costearse hasta el centro.
Con signo absolutamente opuesto, en Caballito funcionaba la Sociedad de Viajeros Perdidos. El éxito de este grupo perdura hasta nuestros días. En sus oficinas (cuando había alguien) se recitaban a voz en cuello las ventajas infinitas de viajar a cualquier parte.
Según los viajeros perdidos, recorrer el mundo es la única forma de alcanzar la cultura y aun la sabiduría. La afirmación no parece muy consistente: la calle está llena de sujetos que han recorrido los cinco continentes, permaneciendo en la más inmaculada ignorancia. De cualquier modo, los kilómetros transitados y los países conocidos otorgaban rango y jerarquía en este círculo. “Se lo digo yo, que he visitado Albania” era un argumento prácticamente irrefutable, aun cuando se estuviera discutiendo sobre la formación del equipo de San Lorenzo.
Sintiendo las ráfagas de estos vientos contrarios caminaban -perplejos- los Hombres Sensibles de Flores. Ellos nunca habían sido grandes viajeros. Pero les gustaba presentir que el mundo estaba lleno de lugares extraños e inaccesibles, donde ocurrían cosas prodigiosas. Algunas veces, los Narradores de Historias contaban las aventuras de peregrinos que habían llegado hasta el Tigre o incluso hasta La Reja, para descubrir paisajes exóticos y costumbres sorprendentes.
Tal vez estos relatos impulsaron a algunos de los muchachos del Ángel Gris a emprender menesterosas exploraciones. De ellas queda fantástica memoria del libro de Jorge Allen “20.000 kilómetros alrededor de Villa Bosch” y -especialmente- en el “Cuaderno de Viajes” de Manuel Mandeb.
La primera de estas obras es ficción pura. Se trata de un poema en el que aparecen figuras de la mitología griega saltando de los tranvías en la estación Tropezón. La intención de Allen -según parece- fue escribir una especie de odisea suburbana. No lo consiguió. Sus alegorías resultan demasiado groseras: Ulises Lo Menso se llama el protagonista. Su mujer, que lo espera en Lugano, Penélope C. de Lo Menso. Existe un tuerto gigantesco (el cíclope) y una bruja hermosa que tira cartas.
Mucho más interesante es el cuaderno de Mandeb. Cada capítulo es un viaje real, consignado con toda precisión. Hay que recorrer -eso sí- que no son excursiones demasiado sorprendentes.
La primera, “Caminando hasta Luján”, es un fracaso. El protagonista confiesa que abandonó el intento en Rivadavia e Irigoyen, no mucho más allá de Villa Luro, víctima del cansancio.“Villa Rizzo, el pueblo perdido” nos da noticias de la existencia de un barrio secreto, oculto entre una cancha de golf y los talleres Alianza. Mandeb pretende que las calles son allí de carbonilla, las veredas altas y las casas de estilo ferroviario.“Perdidos en Parque Chas” es la crónica de una frustrada noche de garufa. Mandeb y sus amigos fueron invitados a un baile en la calle Bucarest. Desdeñando las advertencias de los hombres sabios, se internaron en el barrio sin salida. Y se sabe lo que ocurre en Parque Chas: uno se pierde irremediablemente. Vale la pena transcribir unas líneas:“A eso de las doce, llegamos a la misma cigarrería. Ya era la quinta vez. Como en otras ocasiones, interrogamos al viejo que atendía. Sus indicaciones fueron nuevamente distintas. Loco de furor, salté sobre el mostrador y comencé a estrangularlo.-Viejo mentiroso…¿Cuál es la calle Bucarest? ¿Cómo se sale de este infierno?- El anciano terminó por confesar que no lo sabía. Muy compungido, admitió que el mismo había desembocado en Parque Chas en 1939. No habiendo podido salir de allí, se resignó a instalar un quiosco, gracias al cual sobrevivía, aunque abrigaba el secreto anhelo de volver a Villa Crespo, barrio del que nunca debió salir.”Este capítulo finaliza con la providencial intervención de un taximetrero, quien si bien no acertó a llevarlos a la calle Bucarest, por lo menos sacó -después de varias horas- a la Avenida de los Incas.Hay setenta relatos. Merecen recordarse “Los misterios de la Plaza Irlanda”, “Río Reconquista: hasta el nombre te han cambiado”, “Cómo eludir a los duendes extranjeros de El Palomar” y “Registro de las tribus de José C. Paz”, entre muchos otros. Sobre el final de la obra, Mandeb se permite algunas opiniones generales sobre el tema.Afirma el pensador que el propósito fundamental de todo viaje es el regreso. “La grandes distancias me enseñaron a ver mejor la esquina de mi casa. También, aprendí el valor de la ausencia: cualquier lugar es mejor, apenas uno se va”.
La tradición oral de Flores registra otros viajes memorables: las excursiones de Luciano, el canillita que volaba; los cuentos del viejo Mariotti, el maquinista del ferrocarril; la inconcebible gira del doctor Schultz, que -según dicen- se fue a Europa.
El análisis de todos estos testimonios, nos permite advertir que los Hombres Sensibles de Flores habían captado el sentido del viaje corto. Y este es un acierto que no muchas personas han sabido aplaudir. Desechada la idea de enfrentar dificultades extremas (pantanos, montañas, antropófagos), tanto puede uno encontrar aventuras en Leipzig como en Lanús.
Sin embargo, el trabajo de la Sociedad de los Viajeros Perdidos ha dado sus lamentables frutos. Casi todo el mundo piensa hoy que viajar le da sentido a la vida. Muchas personas se corren hasta Italia, obtienen allí centenares de fotografías y vuelven luego enriquecidos, aunque más no sea, con un nuevo tema de conversación.
Esto es aburrido, pero no perverso. Mucho peores son aquellos que dicen viajar para encontrarse a sí mismos. ¿En qué consiste este viaje? No se sabe bien. Quizás un lechuguino gasta sus ahorros en un pasaje a Calcuta. Una vez en esa ciudad, empieza a buscarse minuciosamente. Pregunto: ¿y si no está? Debe ser francamente desalentador recorrer una distancia tan grande para vivir un desencuentro.
Por lo demás, bien se dice que uno no encontrará en sitio alguno nada que no haya llevado consigo. Para comprender que uno es un tonto, no es necesario trasladarse a Katmandú.
Veamos un último fragmento de Mandeb.“Todo viajero es la mitad de sí mismo. No hay lugar en los aviones para llevar las cosas que lo completan. Esquinas, gestos, personas, vientos, olores, tapiales, saludos, colores y miradas no caben en las valijas.
Se me dice que algunos hombres no conocen la querencia. Son personas incomprensibles, que se reputan ciudadanos del mundo. Yo prefiero ser criollo.”Quien escribe coincide -por una vez- con el mentor de Flores. No está mal contemplar las catedrales góticas, los canales de Venecia o la gran muralla. Sí está mal creer que esas contemplaciones darán sentido a nuestra vida. Para encontrarse a uno mismo no es necesario caminar mucho. Se lo digo yo, que me he rastreado por todas partes y me encontré en el patio de mi casa, cuando ya era demasiado tarde.

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