martes, 26 de mayo de 2009

AGENCIA DE AVENTURAS

El poeta Jorge Allén tenía por costumbre emplearse como amanuense en casas de comercio, menos para prosperar que para asegurarse la vecindad de señoritas de las que se enamoraba. Allá por sus treinta y tres años consiguió colocarse en una compañía de seguros en la que trabajaba Susana Ayerbe, una rubia de amplia pechuga y estrecho criterio que lo había rechazado en un bailongo. Después de algunos meses de insistencia, Allén se hizo novio de Susana.
Vencida su terquedad, la rubia perdió su virtud más estimulante. Pero Allén, como muchos hombres, persistía en amoríos sin valor por la sola razón de haber perdido mucho tiempo en concretarlos. Como no se atrevía a admitir que estaba aburrido, se arrastraba entre lastimosos conflictos cotidianos a los que procuraba inútilmente disfrazar de tragedias. Sin darse cuenta, había sido atrapado por los horarios y los escalafones. Llevaba una vida ordenada, en el peor de los sentidos. A veces, percibía el rumbo humillante de sus días. Entonces se justificaba hablando del milagro del amor.
La oficina le permitía además, el placer de ser cruel con una pobre muchacha que le andaba atrás. Margarita, secretaria sin novio, tímida y feúcha, jugaba con entusiasmo a la tragedia del amor imposible. Así transcurrían los días de Jorge Allén.
Una tarde un hombre lo abordó al salir de la oficina. Era un individuo dotado de una desagradable simpatía. Dijo llamarse Gilberto. Se acreditó como vendedor de la Agencia Tritón y le ofreció al poeta sacarlo del infierno de la vulgaridad. Le habló de las ventajas de lo incierto.
—Los cobardes pagan para que nada raro les suceda. Contratan seguros e instalan cerraduras. Yo lo convido a pagar para librarse de la protección del tedio.
Dígame qué vende —lo apuró Allén—. Así voy pensando cómo negarme.
—Vendo aventuras. Vendo recuerdos para su futuro. Por una módica suma, la agencia que represento hará que su vida se llene de episodios emocionantes.
Jorge Allén declaró que las aventuras del amor eran las más fantásticas, que no tenía dinero y que no existían dichas mayores que la suya.
—¿De dónde saca usted que vengo a ofrecerle dichas? Deje el optimismo para los timoratos. Yo le estoy vendiendo algo pernicioso, incompatible con la molicie de la vida mezquina. La grandeza es preferible a la felicidad. Si usted quiere, puedo mostrarle nuestros folletos.
Allén lo despidió prometiendo que su amor por la señorita Susana Ayerbe era al mismo tiempo generador de felicidad y grandeza.
El vendedor, antes de irse, le dijo que pronto iba a acercarle unas muestras gratuitas.
Pasó algún tiempo. Una noche, cuando el poeta llegaba a su casa, unos hombres de traje negro lo obligaron a subir a un auto y lo llevaron a una especie de casino gigantesco. Allí tuvo que apostar todo su patrimonio a una baraja. Perdió. Inmediatamente se le acercó una muchacha y le propuso que se revolcaran sobre una mesa de ruleta. Allén estaba por aceptar cuando apareció Gilberto, el vendedor aceitoso, para advertirle que todo aquello no era más que una mera demostración de los servicios que prestaba la agencia.
—Esto no es nada, caballero. Con nuestro plan "Ruinas Gloriosas" usted podrá perder lo que no tiene y pudrirse en una cárcel turca acusado de estafa.
Jorge Allén juró que lo pensaría y se fue corriendo a ver a su novia.
Desde entonces no pasaba una semana sin que los empleados de la agencia se presentaran con una muestra gratis de sus aventuras: mujeres desnudas escondidas en la heladera, jaurías de perros enloquecidos, asesinos coreanos que le perdonaban la vida en el último instante, padres sicilianos que exigían un casamiento perentorio con una hija deshonrada. Gilberto insistía, pero Allén no estaba interesado. Comentó el caso con Susana y, mientras miraban televisión, le aseguró que ella era su más grande aventura.
Es indispensable decir ahora que Allén odiaba la rutina, los escalafones y las seguridades. Pero para él, la última de las mujeres valía más que cualquier convicción. Así, por puro capricho, se hundía cada vez más en estúpidas intrigas de oficina, en odios miserables, en delaciones burocráticas.
Manuel Mandeb, Ives Castagnino y el ruso Salzman, sus amigos del barrio de Flores, trataban de rescatarlo de aquel mundo vergonzoso para llevarlo por los viejos y nobles caminos de la holganza, la especulación filosófica, la música y la polifonía amorosa. Margarita, la feúcha, también hacía su patético esfuerzo por cambiar el destino.
El poeta apenas si le hablaba alguna vez.
—Margarita... ¿Ha visto a la señorita Susana?
Una tarde de verano, la chica resolvió jugar de una sola vez sus fichas escasas.
—Señor Allén, usted sólo parece tener ojos para la señorita Susana.
—Bueno... Sucede que ella y yo... Usted comprenderá...
—Yo sí comprendo, pero usted no.
Allén sintió el peligro de una confesión, pero invadido por una maldad forastera, la alentó.
Explíqueme entonces.
Margarita empezó a hablar de alguien que oculto en las sombras esperaba. De alguien que velaba en secreto. De alguien que se reservaba deseos ardorosos. En resumen, hizo una explícita declaración fingidamente embozada.
Por suerte, en el mejor momento se presentó la mismísima Susana acompañando al señor Gilberto. Allén los hizo pasar inmediatamente a su escritorio.
El vendedor aceitoso se peinó las cejas con saliva.
—Señor Allén, he sabido que nuestros empleados le han acercado algunas pequeñas muestras. Ahora ya conoce el poder de Tritón. Le traje unos formularios por si desea firmar ya.
—Lo siento, creo que no firmaré.
Gilberto manifestó una cósmica sorpresa ante el inexplicable rechazo de un destino extravagante. El poeta lo frenó en seco.
—Yo ya tengo mi propia aventura... O mejor dicho, nuestra propia aventura. ¿No es cierto, Susana?
—No exactamente —dijo la rubia y bajó la vista.
Gilberto borró por un momento su sonrisa.
—No sé cómo decírselo, señor Allén, pero la señorita Susana fue parte de una de nuestras demostraciones.
Allén no podía creerlo.
—¿Muestra gratis? ¿El más grande amor de mi vida una muestra gratis? Por favor, díganme que todo esto es una broma.
Gilberto aseguró que la Agencia de Aventuras Tritón procedía siempre con seriedad proverbial.
Entonces el poeta empezó a maldecir en voz alta del modo más
soez. Después de pegar algunos golpes sobre el escritorio, declaró que no quería saber más nada de aventuras, de vendedores, ni de putas de cuatro pesos.
Sin perder la calma, Gilberto habló con acento de profeta.
—Señor Allén, nadie, absolutamente nadie puede dejar de contratar nuestros servicios. Todo lo que sucede en el mundo es obra nuestra. Si nosotros no existiéramos la historia permanecería inmóvil... Nadie amaría... nadie moriría... Decídase. ¿Qué plan quiere?
Susana Ayerbe se creyó en el caso de intervenir.
—Podría ser nuestro plan ejecutivo: países exóticos, premios, distinciones, honores.
Allen la fulminó con la mirada.
Muéstreme lo más barato que tenga.
Gilberto sacó un formulario.
—Acertada elección. Si bien se mira, todas las aventuras son iguales: vivir sin esperar mucho y un día morirse. Son treinta pesos;
Allén firmó, pagó con billetes arrugados y adoptando un aire digno llamó a Margarita.
Hágame el favor... Acompañe al señor Gilberto hasta la puerta. La señorita Susana creo que sale con él. Ah, otra cosa, Margarita... hoy cenaremos juntos. Usted tiene razón: a veces no nos damos cuenta de los afectos que tenemos cerca.
Gilberto intervino rápidamente.
—No se gaste, mi amigo. Margarita es también una de nuestras demostraciones.
Jorge Allen renunció a la oficina y arrastró sus penas por mejores rumbos. En el barrio de Flores, algunos empezaron a creer en la existencia de una empresa que vendía aventuras y que era el motor del mundo. Otros prefirieron pensar en una sencilla estafa de treinta pesos.

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