lunes, 23 de febrero de 2009

EL CAMINANTE V

Recién en el otoño volví a ver a la mujer de la calle Bogotá. Salía al caer la noche y yo caminaba a su lado trenzando frases ingeniosas hasta que ella me pedía explícitamente que la dejara en paz. Por fin, al cabo de largas semanas de humillación, conseguí que se sentara conmigo en un banco de la estación de Flores. Supe su nombre: María. Casi no me dijo otra cosa. Me escucho distraídamente durante algunos minutos y después se fue.
A partir de entonces mi guardia frente a la casa se hizo perpetua. La acechaba sin disimulo. Gracias a mi pertinencia pude lograr que aceptara modestas invitaciones. Al menos una vez por semana, nos sentábamos a conversar.
Ella advirtió inmediatamente que tenía poder sobre mí. Y encontró solaz ejerciéndolo.
Solía indagar con fervor la naturaleza de mis sentimientos, empujándome a la confesión. Fingía dudar de mi sinceridad y me obligaba a la promesa y al juramento. Entonces, cuando yo esperaba la revelación de su amor, cuando yo creía que iba a besarme me hablaba de otros hombres o de asuntos sin importancia o se iba.
En mi estupidez, insistía en hacer ostensible mi desesperación. Me le mostraba tétrico, vencido. Coqueteaba con mi desdicha y lucía ese ingenio resentido de los que creen que su fracaso es injusto.
Cuando María calculaba que mis fuerzas se iban agotando, encendía mi esperanza con mínimas señales de afecto. El sólo roce de su mano me ilusionaba de un modo vergonzoso. Los pocos amigos que aún me quedaban debían soportar tediosos informes sobre el asunto.
Una tarde de invierno yo vigilaba bajo la lluvia. Hacia semanas que no veía a María. Estaba sucio y mal dormido. Temblando de frío, murmuraba, a modo de ensayo, unos reproches siniestros que venía preparando. Tamas Dorkas llegó gambeteando baldosas flojas.
- Ya está. El cuarto milagro está cumplido. Encontré a un hombre que ama a la hechicera más que yo.
- ¿ Y quién es ese estúpido?
- Usted.

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